Visitar una catedral, basílica o parroquia hoy en día puede llegar a suponernos un cabreo importante. Incluso ciscarte en la madre de alguno, a pesar de estar pisando suelo ‘santo’.
Mi reciente visita a París tuvo parada obligada en NotreDame. Este referente del gótico se caracteriza por sus magníficas gárgolas y por ser una muestra de lo peor del turismo. Los turistas japoneses.
Japón se considera un lugar donde el respeto y la educación se dan por hechos, pero esta presuposición queda en entredicho cuando uno coincide en un lugar público con uno de estos energúmenos. A pesar de los intentos del ayuntamiento de París por darse a entender incluso con esta infecta recua de gañanes (los carteles de los lugares públicos están, entre otros idiomas, en japonés), no importa que se les indique que una catedral no es un festival de manga, sino un lugar de recogimiento (creencias personales aparte).
A pesar de ello, este tumor de la cultura occidental, se dedica a tirarse fotos a diestro y siniestro, grabarse como si se creyeran Cary Grant, incluso se comen un bocata de mortadela mientras observan lo delicado de los techos de la catedral. Respetuosos que te vas de vareta.
Lo peor es que la culpa es de los administradores de estos sitios, ya que, como habitualmente dice mi colega Serfín Espino, Jesucristo echó a los mercaderes del templo, y esta tropa debe sentir que está en Disneylandia cuando ven que a la entrada de la catedral se pueden comprar un llavero, una postal o un mojón en forma de escultura en el chiringuito habilitado al efecto.
Eso sí. Si te pasas por Tokio, fúmate un pitillo en un bar.
Te miden el lomo.